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Una vida "a lo O'Henry"

Publicado: 2014-03-31

Alguna vez Borges dijo que, si bien los relatos de O’Henry habían exagerado en el uso del final sorpresivo, dicho procedimiento había ofrecido a la literatura “más de una breve y patética obra maestra”. Sin embargo, O’Henry no fue solo un creador de relatos maestros de inicios del siglo veinte; fue más bien el gran creador del “relato breve sorpresivo”, el mismo que hoy en día es llamado con toda justicia un cuento con “final a lo O’Henry”. Sus textos han influido a muchos escritores hasta el día de hoy y han marcados a generaciones de lectores que, identificados de pies a cabezas con sus historias, se han preguntado quién y qué clase de vida llevó este escritor para contarnos unas historias que,  inesperadas como la vida misma, nunca envejecen.

En mis manos tengo un ejemplar de Cuentos de Nueva York, libro editado por la editorial española Austral y en cuyas páginas se incluyen algunos de los cuentos más destacados y famosos del autor, es decir aquellos ambientados en la ciudad que lo marcó de por vida. Es un libro que me ha llevado a buscar más cuentos del autor y a convertirme en una especie de fanático intemporal. La fuerza y calor humano que brotan de los cuentos de O’Henry me envuelven y seducen por completo. Cuentos como “La última hoja”, “El péndulo”, “El conde y el invitado a la boda” o el famosísimo “El regalo de los Reyes Magos”, cuya trama inolvidable se ha introducido con tanta fuerza en la memoria popular que muchos no sabemos dónde ni cuándo lo hemos aprendido.

Si hay un escritor cuya vida merezca ser comparada con sus historias, ese es O’Henry. Nacido en 1862 en el seno de una familia acomodada de Carolina del Norte y luego fallecido en la completa miseria en Nueva York, la vida de este escritor, cuyo verdadero nombre era William Sidney Porter, se desarrolló entre dos aspectos fundamentales: lo imprevisto y lo trágico. Huérfano de madre a temprana edad, fue criado por una tía que se desempañaba como profesora en una escuela secundaria y quien le brindó lo que sería el aspecto más importante de su vida: el amor por la lectura. Dueño de una personalidad inconstante y rebelde, pasó de ser un destacado estudiante y potencial farmacéutico en la drugstore de su tío a un humilde peón de rancho y luego a cajero de un banco.

En 1883 decidió mudarse a Austin, se volvió alcohólico antes de cumplir veintidós años y se casó a los veintiséis. Cuenta la leyenda que durante estos años al autor se le ocurrió el seudónimo que lo haría mundialmente famoso mientras residía en la casa de un amigo. Resulta que en dicho lugar había un gato de nombre Henry a quien todos los residente cariñosamente llamaban “Oh, Henry!”. Pero el seudónimo recién decidió usarlo unos años después, cuando aconteció lo que inevitablemente marcó su vida como creador de ficciones: los tres años que pasó en prisión tras ser acusado de desfalco y estafa al First National Bank de Austin, banco en el que trabajó como cajero durante tres años. Aunque muchos de sus biógrafos ponen en duda su participación en el delito, en su momento las sospechas recayeron por completo sobre él pues luego de conocerse la denuncia, el futuro escritor no lo pensó dos veces y, dejando a su familia en el desamparo absoluto, huyó a Honduras, donde pasó siete meses en el exilio. Sin embargo, fue encarcelado en la penitenciaria de Columbus, Ohio, tras descubrirse que había retornado a Austin para acompañar a su esposa en su lecho de muerte, pues esta había caído severamente enferma ese año.

Angustiado por la manutención de sus hijos, decidió por todos los medios buscar una forma de agenciarse dinero. Tal vez animado por su innata naturaleza de inventor de historias y sus recordadas lecturas de niñez, decidió escribir un relato corto que envió a una revista local. El cuento se titulaba “Whistling Dick’s Christmas Stocking” y fue un éxito inmediato. Le pidieron que colaborara semanalmente con un cuento y así lo hizo.

Usaba distintos seudónimos para firmar sus escritos, pero luego de salir de prisión ya era conocido como “O’Henry” y su prestigio y fama habían crecido gracias a sus lectores. Colaboraba en distintas revistas y sus cuentos eran recopilados en libros que se vendían como pan caliente. Sin embargo, nunca pudo gozar de una estabilidad económica. Su alcoholismo había empeorado con los años y finalmente lo llevó a la bancarrota total en sus últimos años de vida. Entre las muchas anécdotas que se cuentan de O’Henry, hay una que dice que, estando ya muerto, solo se le encontró en el bolsillo veintitrés centavos de dólar.

Cada año, en Estados Unidos, se desarrolla uno de los eventos más importantes del mundo literario: el Premio de Cuentos O’Henry. Entre sus ganadores encontramos, por ejemplo, a Truman Capote, Flannery O’Connor y William Faulkner, indudables genios de la escritura. Es un evento que, como yo ahora, solo busca mandar este mensaje exaltado y propio de un seguidor acérrimo de la buena literatura: Hay que leer a O’Henry. Hay que rescatarlo y ponerlo en nuestra memoria. Sus historias tienen como fuente única la vivencia y el eterno amor y esperanza por la humanidad. Todo puede hacerse realidad en sus cuentos: un mendigo que se vuelve millonario, un tacaño que entrega su dinero con tal de descubrir la pasión, dos esposos que encuentran en su miseria el verdadero significado del amor... Hay que leer a O’Henry porque en las historias que cuenta los protagonistas somos nosotros y nuestras ansias de encontrar la felicidad. Como él mismo solía decir: “Por más que se traten de millones, cada habitante de una ciudad tiene una historia digna de ser contada”.


Escrito por

Álex Rivera de los Ríos

Escritor arequipeño. Ha publicado el libro de relatos Nena (La Travesía Editora, 2013).


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